De, El Dorado, Misiones,
Argentina
LOS AMANTES
(Cuento)
Otra tarde de mayo de
esas que siempre le gustaron. Tal vez por la melancolía de la garúa tímida que
se desvanece al querer tocarla y se hace tan sólida en su lejana bruma azul, o
porque solo los más valientes, o los más enamorados se atreven a permanecer a
la intemperie. Otra tarde de mayo donde el humo es más espeso y más lento, el
verde es más verde y el gris es más gris.
Guardó en su bolsillo la fina y brillante
joya metálica con la que la recibiría. Sabía que le iba a gustar. Bajó los tres
escalones de ladrillos mohosos mientras acariciaba una rama húmeda del jazmín
junto al portón. Tomó rumbo al oeste, hacia el viejo mirador del río donde
tantos versos se sentó a escribir. Era su lugar favorito y decidió que allí se
encontrarían. Caminó sorteando de memoria las traicioneras baldosas de la
vereda. El barrio estaba tranquilo. Era domingo y, con ese fresco y esa
humedad, pocos se aventuraban hacia afuera. Don Cicero o Don “Chicho”, como le
decían en el barrio, lo saludó de pasada levantando el mate y agachando la
cabeza desde el corredor de su casa. Ese viejo tano, compañero de mates, lo
deleitaba con sus anécdotas de joven inmigrante y su sencilla sabiduría
cotidiana.
Mientras caminaba, sus pupilas se perdían en
la inmensidad de la nada. Si uno miraba de cerca podía ver en ellas las
imágenes que pasaban por su mente. Pensaba en ella, le era imposible pensar en
otra cosa. Y pensaba en todo… no podía pensar en otra cosa. La conocía, mas no
la sabía. La había visto muchas veces desde lejos. Una vez, muy de cerca. Sabía
que se sentía cómoda en el mar, bajo la luna. Escuchó muchas historias acerca
de ella en las montañas y en la inmensa selva. Todas diferentes, todas
parecidas. Sabía que era una amante celosa, de esas que una vez que te toman es
imposible zafarse. Y que jamás estaba dos veces con el mismo hombre. Dicen que
recorrió cada rincón del mundo y que conoce muchísimas cosas. Él era un
buscador de conocimientos y eso lo embelesaba.
Estaba nervioso. No podía dar un paso en
falso en este encuentro. Aunque sabía que no iba a rechazarlo. Ansiaba sus
labios, y les temía. “Su beso siempre es el último” le habían dicho alguna vez.
A los pocos metros, entre la bruma,
comenzaba a dibujarse la tenue arboleda del mirador. Un trillo de baldosas
rajadas llevaba directamente a un escueto banco de madera debajo de un gran
jacarandá. Allí se sentó lentamente sin despegar los ojos del río, como en una
solemne ceremonia. El silencio solo era interrumpido por las gotas que se
escurrían entre las hojas de los árboles buscando la tierra. Tras las nubes
grises se adivinaba el crepúsculo, que teñía de rosa el horizonte.
La vio acercarse lentamente. Se estremeció.
Su impecable vestido negro dibujaba su figura tal como él la había soñado
tantas veces. Era hermosa, un aura de misterio emanaba de su rostro y disparaba
mil preguntas sin respuesta. Aún.
Mientras ella, en completo silencio, se
sentaba a su lado; él metió su mano en el bolsillo para darle su presente. Miró
directamente esos infinitos ojos negros. Sin despegar la mirada del río, sintió
como, en una fina caricia, tiñó sus manos de escarlata. Los minutos pasaban y
él se perdía más y más en esa charla silenciosa. Él preguntaba y ella
respondía. Así; sobre ese banco, bajo ese árbol, frente a ese río, entre esa
bruma; los amantes se dieron, por primera vez, su último beso. Nuevamente, el
silencio solo era interrumpido por las gotas que buscaban la tierra.
Matías Bordón
Derechos Reservados de autor
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