sábado, 1 de junio de 2013

RICARDO A. VEGA

De Santurce, Puerto Rico

DESPRECIADA RAPSODIA

Nunca paraba de hablar y su avanzada edad, venía cargada de interminables memorias e inescapables observaciones sobre la vida, el mundo y los personajes que lo habitaban; en fin, un depósito profundo de leña para el fuego de su lengua. Desde el primer día me incomodó y esperaba que soportarlo fuese sólo un evento casual. Pero al día siguiente volví a verlo, tan parlanchín como siempre e intentando entablar conversación con todo el que se le acercara.
A esa hora de la mañana, todavía oscuro, la gente que toma el autobús es casi siempre la misma; trabajadores que dependen de la puntualidad del transporte público para llegar temprano a sus lugares de empleo y uno que otro estudiante que, atosigado de libros por leer, espera ser el primero en llegar a la biblioteca universitaria.
Casi todos lo conocíamos y evitábamos a toda costa que nuestra mirada se encontrara con la suya. No por esto dejaba de hablar. Su verborrea era, además de extensa, ambigua y difícil de descifrar. Una especie de horóscopo para come libros, los únicos que me sospechaba serían capaces de saber de que carajo hablaba el tipo, si es que era posible encontrarle algún sentido a aquel chorro de palabrotas que parecían venir de un lenguaje que ya nadie recordaba.
Su cuerpo estremecía de entusiasmo con los ocasionales pasajeros nuevos, pues estos, al desconocer el suplicio de los regulares, pensaban que lo decente era prestarle algún tipo de atención y que, por el hecho de ser un anciano, le debían respeto y hasta intercambiaban palabras con él. El resto de los pasajeros, viendo a las nuevas e insospechadas víctimas caer en la trampa, nos mirábamos con disimulo y con el debido rodar de ojos. No tardaban los nuevos pasajeros en entender su error y nunca los volvíamos a ver en el autobús o si volvían, se unían a nuestro coro de pretendidos sordos.
Una mañana, al llegar a mi parada y cansado de oír su cantaleta de normas que parecían indicar una especie de camino único a seguir, algo así como un último llamado para evitar la catástrofe por venir, sazonado de moralismos que pretendían unir nuestra alma con el resto de las cosas, me encaminé malhumorado hacia la salida. Viéndome obligado a pasarle por el frente en su acostumbrado asiento para envejecientes y, limitado por la cantidad de pasajeros que apiñaban el camino, sin querer empujo a una hermosa joven que con suave firmeza agarraba su paquete de libros. Sus delicados pies, expuestos a la admiración popular por unas finas sandalias, tropezaron con los desgastados zapatos del viejo, haciendo que sus libros cayeran desperdigados por la falda del aquel diario creador de añejos discursos. El cantazo fue tan fuerte, que detuvo lo que hasta hace un segundo parecía un eterno flujo de versos, dándole un respiro a la cautiva audiencia y despertando en el vate la más distorsionada de las miradas. La intricada puñalada visual encontró a la joven en una reverencia, mientras, con velocidad de rayo, recogió sus libros y, antes de que el rancio personaje viera su propia foto en la contraportada del libro de poemas, ésta le susurra con el más formal de los respetos, “disculpe maestro, no fue mi intención.”

Ricardo A. Vega 
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