De Salamanca, España
MUERTE POR
MUERTE
Bicho
Ediciones, 2011
Había que remontarse a cuatro años atrás. La terraza del bar
Aloa, una tarde de verano, uno de esos locales que no se sabía bien quién lo
regentaba, que pasaba de unas manos a otras, siempre extranjeros, franceses o
alemanes, que mantenían, eso sí, el mismo servicio, los mismos toldos, las
mismas mesas de madera pintadas de blanco y las sillas de tijera. Estábamos
sentados en la cafetería, junto al puerto, y yo tomaba té, porque me quitaba
más la sed que la cerveza, y Berta, mi Bertita, un singapore sling, bebida a la
que se había aficionado desde que realizáramos aquel periplo por Extremo
Oriente y la llevé a merendar a los jardines del Raffles Hotel de Singapur,
siguiendo el trazado literario de William Somerset Maugham, un escritor que
reivindicaba incansablemente con escasa fortuna: ningún editor se tomaba la
molestia de publicarlo de nuevo, como ocurría con Erskine Cadwell, quien mejor había retratado
el sur americano junto a William Faulkner, aunque el segundo se había llevado
todos los honores. La posteridad es así de caprichosa y uno nunca llega a
predecir quién será merecedor de ella y quién no.
Era una tarde aburrida de junio, que invitaba a la pereza. El sol pegaba fuerte en la playa de
Talamanca vislumbrada a lo lejos, bailando tras una espesa calima, que la
difuminaba, con los parasoles de colores abiertos en las dunas, bajo los que se
parapetaban los bañistas quemados, con los cuerpos oliendo a coco y a sal, un
muestrario de desnudeces enrojecidas que resultaba todo menos estimulante.
Hacía
tiempo que los desnudos seriados de las turistas habían
dejado de excitarme, que no merecían ni siquiera una mirada oblicua y
disimulada. Berta tenía la piel pálida, de mármol; detestaba el sol porque le
brotaban pecas, y se escondía de él como se escondía del mundo, del mismo modo
que escondía sus ojos tras unas gafas negras. Era delicada y tímida,
nuncahubiera dado el primer paso en nuestra relación; por eso me
gustaba, por ello la elegí. Y porque era mi alumna más
aventajada.
—No te muevas bruscamente, Eduardo. Mira detrás de ti.
Bertita me lo dijo muy bajo, como si temiera ser oída. Y yo
la miré a la cara, buscando una explicación a su cautela.
—Detrás de ti. ¿No lo oyes?—siguió susurrando.
Giré suavemente en mi asiento, me parapeté tras el diario y
dirigí la vista hacia donde mi esposa indicaba. Entonces los vi a ellos, a la
pareja. Formaban un extraño conjunto, como si no casaran, como el agua y el
aceite; una pareja de novios, o quizá un matrimonio en luna de miel, aunque ya
parecían tan hartos el uno del otro como si llevaran una eternidad juntos, se lo hubieran dicho
todo y estuvieran en la época de los agravios previos al divorcio. Agua fría
sobre aceite caliente, en ebullición: podía explotar. No había equilibrio entre
ellos, ni siquiera físico, por lo que me resultaba imposible imaginar cómo se
habían conocido, cuándo y dónde. Ella era dulce, agraciada, excesivamente
femenina y redonda, no muy alta, una mujer frutal y sana; y él, por el contrario, era agresivo, nervioso,
fibroso, un tipo carcelario al que podía intuir tatuajes obscenos en diversas
partes del cuerpo sin margen de error. No era un hombre fuerte, aunque estaba
lo suficientemente musculado en gimnasios, pero bastaba echarle una mirada
encima, observarle cómo actuaba, para darse cuenta de que era extremadamente
violento porque debía de haberse criado entre violentos en una zona en donde la
violencia era la ley. Iba en traje de baño, un calzón azul, y lucía una enorme
camiseta sin mangas, descolorida, en la que destacaba una especie de signo
cabalístico, y llevaba también un
aro metálico en la oreja —detesto a los hombres que adoptan ese ornamento de
piratas, que se perforan lóbulos, luego labios, después ombligos, y hasta el pene,
por capricho estético: soy acérrimo opositor de esa clase de gente, y mis
alumnos lo saben en lo muy bajos que califico sus trabajos—pero lo que más
inquietaba de su aspecto de rufián era una profunda cicatriz que le cruzaba la
mejilla. Cómo y cuándo se había hecho esa muesca en la piel podría ser el
argumento de una buena novela si algún año me decidía a escribirla. Una novela
negra, por supuesto.
Aquel tipo no tenía su mejor día, aunque costaba imaginar un
día bueno con semejante catadura y aspecto. Ella abrió una bolsa de compra de
unos almacenes y extrajo una blusa que exhibió con la más dulce de las
sonrisas, pero su pareja se la arrancó de las manos y la arrojó al suelo con
violencia al mismo tiempo que gritaba algo ininteligible en inglés, seguramente
un insulto soez. Empezó a trabajar mi imaginación. ¿Un hooligan de vacaciones
que echaba en falta las broncas tras los partidos de fútbol, las peleas a
botellazos, con los puños metálicos o los cuchillos? Y ella una infeliz chica
seducida, o atemorizada, por el exceso de testosterona de su novio o marido,
incapaz de negarle el más sórdido capricho, renuente al no. Un tipo así no
debía de hacer el amor, más bien debía violar, introducir ese elemento de
violencia en el placer sexual.
Me fascinaba observar a las parejas distintas, a los muy
altos casados con las muy bajas, con lo complicado que debe de ser la
comunicación oral y, no digamos, la sexual; a las gordas desbordantes de carne
en todas y cada una de sus curvas con los enclenques que se perdían en ellas,
engullidos por las dobleces de su cuerpo; y aquella que tenía delante era
antónima de carácter y también de físico. A un tipo con esa catadura le pegaba
salir con una stripper de voluminoso y
duro pectoral.
—Debe de estar harto de ir de compras—le dije a Berta,
solidarizándome con él a través de una estúpida broma machista que no le hizo
ninguna gracia a mi esposa.
—Es más que eso. Temo que la vaya a pegar. Fíjate cómo grita
y cierra los puños.
Estaba por dejar el asunto y concentrarme en el periódico,
en su sección cultural que había abandonado al darme cuenta Berta del
incidente, cuando vi que aquel sujeto se levantaba de la mesa, se acercaba a la
muchacha y la golpeaba con el dedo rígido en el pecho. Su mano parecía una
pistola y ese dedo, disparado, emergente de su puño, el cañón del arma. O un cuchillo. Más que el
dolor hipotético que le podía haber producido, era la violencia de la actitud
lo que impresionaba. Aquel tipo, no se sabía bien por qué razón, descargaba
todo su exceso de testosterona en aquella muchacha indefensa que ni se atrevía
a mirarle ni rechistaba, que permanecía todo el rato con la cabeza baja
mientras él, cada vez más nervioso y dopado por sus descargas de adrenalina, daba vueltas a la mesa y, de cuando en
cuando, se le acercaba para chillarle invectivas a la oreja. Por la forma cómo
gritaba, por el volumen de su voz árida, tenía que estar reventándole los
tímpanos a la pobre muchacha. Creí que se iba a tranquilizar con la llegada del
camarero, que traía dos ensaladas y dos jarras de cerveza, pero no fue así. Se
calmó mientras el empleado del bar estuvo disponiendo platos y jarras sobre la
mesa, pero volvió a encenderse cuando se hubo dado la vuelta y comenzó a
ingerir, morder más bien, la comida, las hojas de lechuga, el tomate al que
previamente había rociado con un exceso de sal, y se ahogó luego con la
cerveza.
—¿No deberíamos hacer algo?
—¿Qué? Ella parece masoquista. ¿Por qué lo aguanta? ¿Por qué
no se larga? Si intervienes a lo mejor te dicen que no metas las narices en dónde
no te importa.
La bronca seguía subiendo de tono. Ella ni comía, ni bebía,
se mantenía a dos palmos de la mesa, guardando una distancia de seguridad para
no ser alcanzada por los hipotéticos golpes de su marido o novio, y él, ante su
sumisión y miedo, se crecía, chillaba cada vez más y la amenazaba con el
tenedor y con el cuchillo. Había más gente a su lado, pero todos parecían
sordos, o ciegos, o ambas cosas a la vez, dispuestos ni a oír ni a ver nada.
Podría aquel sujeto indeseable y desagradable–tenía la piel rojiza de los
anglosajones que pasan por el sol, se queman y nunca se ponen morenos, y una
vena abultada se le marcaba en medio de la frente–asesinarla allí en medio sin
que nadie moviera un dedo para evitarlo. Todos nos arrugamos cuando vemos ladrar
a un perro violento, y eso era lo que era ese inglés camorrista y cobarde, un
perro violento, una de esas razas de lucha obtenidas por cruces artificiales
que habían dañado su cerebro.
Lamenté estar allí. Lamenté tener por testigo de mi cobardía
a Berta. Nunca he sido muy valiente; nunca he peleado con nadie; ni en el
colegio cuando los matones de la clase se metían conmigo por las gafas, me las
arrancaban y las pisoteaban al tiempo que me gritaban chueta. Me decía, con una
filosofía muy conformista, que mejor ver mal durante unas horas que cojear,
sangrar por la nariz o quedarme sin oreja.
Así es que aguanté los gritos de aquel energúmeno como si me
los estuviera soltando a mí, sentí sus escupitajos en mi cara a pesar de la
distancia que mediaba entre nuestras mesas.
—Vámonos de aquí — me dijo Berta, nerviosa y asustada
— No puedo ver eso. No lo aguanto. Nadie hace nada. ¿Por qué
no llaman a la policía?
—Sí, no es muy agradable—reconocí y levanté la mano,
llamando la atención del camarero, para pedir la cuenta.
—¿No va a llamar a la policía antes de que la pegue? —le
soltó Berta al empleado del Aloa.
El camarero hizo un gesto de indiferencia mientras me
devolvía el cambio en la mano.
—No voy a ser yo el que me meta entre ellos. ¡Extranjeros!
No aguantan la bebida. Si por mí fuera los pondría a todos
en la frontera. ¿Y esos son los que vienen a darnos clases a los de aquí? ¿De
qué?
Pasamos, para alcanzar la avenida, muy cerca de la pareja
que disputaba. Miré de reojo, un segundo. Ella era un cordero a punto de ser
degollado, inmóvil, con la cabeza encogida, la boca cerrada y los dientes
castañeando en la mandíbula.
Sudaba aterrorizada. Ríos de sudor. Él, con la piel
encendida, con los labios temblorosos y la boca abierta, la atenazaba uno de
sus brazos, la pellizcaba con saña, dejando la marca de sus dedos en su piel
suave. ¿Qué le haría luego en la cama?
—¡Qué horror! Volvamos a casa—dijo Berta, en cuanto nos
alejamos.
—¿No quieres pasear con el buen día que hace?
—Esos dos me han quitado, de golpe, las ganas de todo.
—Sí, realmente no ha sido una buena idea tomarse algo en esa
terraza con ese vociferante energúmeno, pero te diré una cosa que te va a
sorprender.
Se detuvo al borde del agua y se volvió.
—¿Qué?
—Ella se lo tiene bien merecido.
—¿Ella? ¿La víctima?— casi gritó Berta, con estupor.
—Sí, la víctima, pero porque quizá no sepa vivir sin ser
víctima y es su modo de existir.
—No entiendo nada tu razonamiento.
—Muy simple. Yo no saldría con una sádica, con una
masoquista, con una culturista. Si ella sale con él es porque pesa más lo que
le gusta que lo que le disgusta, y porque lo que le disguste quizá, en el
fondo, le gusta, porque si no se habría ido, o no hubiera entablado una
relación con él.
—Se enamoraría y no sería, entonces, tan brutal.
—Sigue enamorada de él y quizá dejara de estarlo si bajara
su dosis de brutalidad.
—¿Insinúas que a las mujeres nos gusta que nos maltraten?
—No, simplemente quiero decirte que el mundo de las
emociones y de los sentimientos es tan enormemente complejo que no hay nadie
que lo entienda ni existen normas precisas, que muchas veces resulta
contradictorio, como en el caso de esa pareja, en la que ella es refinada,
modosa, dulce, y él es exactamente lo contrario, con lo que mi pregunta, que
queda sin respuesta, es ¿no estaría buscando quizá eso esa chica para compensar
sus carencias?
José Luis Muñoz
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