sábado, 1 de marzo de 2014

ROBERTO ROBAINAS


De Villajoyosa, España

HISTORIA DE AMOR 

La primera vez que tuve tus manos entre las mías eran diminutas y estaban manchadas de chocolate.
El patio se nos antojaba gigantesco y solitario. Algunos de nosotros llorábamos y mirábamos hacia los lados, buscando inconscientemente a nuestras, hasta ahora, omnipresentes madres. Tu en cambio tenías una expresión tranquila en el rostro, casi feliz. Siempre fuiste más fuerte que yo.
Jamás supe quien fue el causante, ni que motivos pudo tener para ello, pero de repente sentí un fuerte empujón que acabó con mis huesos en el suelo.
Cuando levanté la vista todos los niños me miraban en silencio hasta que uno de ellos, uno alto y pelirrojo con la cara llena de pecas, levantó un dedo y apuntándome con él rompió a reír. No se si fue por la tensión acumulada en todo ese primer día o bien por haber encontrado alguien más desgraciado que ellos que de repente todos los niños del patio comenzaron a señalarme con el dedo y a reír en voz alta. Yo tirado en el suelo lloraba de vergüenza.
Entonces me fijé en ti. Tu no te reías de mi, sólo sonreías y tu brazo alargado no acababa en una dedo acusador, si no en una mano abierta para ayudar a levantarme.
Cogí tu rechoncha mano y me levanté. La ropa nueva para mi primer día, que tantos elogios había recibido la noche anterior por parte de mi familia cuando me la había probado, ahora estaba llena de polvo y trozos de hierba. Entre los dos conseguimos dejarla más o menos limpia y medio estirada

-No les hagas caso, son idiotas.

Recuerdo que me llevaste al otro lado del patio y nos sentamos en un banco y estuviste hablándome durante todo el recreo. Me hablaste de tu casa, y también de tu perro Gusy que había muerto hacía poco y de muchas otras cosas. Siempre te gustó hablar y a mi siempre me encantó escucharte.
Luego sonó una campana y la Srta. Rosa, que según me acababas de decir también se la podía llamar Seño o Maestra, nos hacía señas para que entráramos. Corrimos hacia ella y no fue hasta que no vi su sonrisa que no advertí que todavía no había soltado tu mano desde que la cogiera. Avergonzado la solté y entré corriendo en clase sin mirar atrás.
Te sentabas dos pupitres delante de mi. No podía dejar de mirar tu enmarañada coleta pelirroja y notaba como pequeños calambres en la mano que había cogido la tuya. Como si tuviera frío y calor en la mano al mismo tiempo.
Cuando al fin tocó la sirena disimulé buscando algo en la cartera cuando pasabas a mi lado y después de un tiempo prudencial descolgué mi chaqueta de la percha y salí de la pequeña aula.
Estabas esperándome en el pasillo. Sin decirme nada cogiste mi mano y salimos juntos del colegio. Desde ese día no volvimos a separarnos en todo el año. Siempre se nos podía ver cogidos de la mano. Siempre juntos.
Desapareciste unos días antes de acabar el curso. Sencillamente dejaste de venir. 
Luego vino el verano y mi mente infantil enseguida encontró muchas cosas nuevas en lo que centrarse. Cada noche venías en sueños y me cogías de la mano. Pero por el día te había olvidado.
Luego acabó el verano y regresaba al colegio lleno de ilusión porque iba a volver a verte, pero tu no estabas en el aula amarilla. Te busqué por todas las aulas. Tu foto no estaba en el cuadro de ninguna de ellas. Nadie sabía nada de ti.
Durante un tiempo seguiste visitándome en sueños pero cada vez venías menos. Un día te olvidé del todo. A veces tenía la necesidad de cerrar la mano, pero no recordaba por qué.

Años mas tarde nuestros caminos volvieron a juntarse.
Tu estabas apoyada junto a la puerta cerrada del aula el primer día después de las vacaciones de navidad y yo venía andando por el pasillo hablando con dos amigos. Al principio no te reconocí. Una chica pelirroja más bien delgada y un poco más alta que yo, nada que mereciera más mi atención que la discusión sobre quién ganaría la liga que tenía con mis amigos.
Pero cuando pase junto a ti alargaste el brazo y tu mano cogió la mía y el mundo se paró en seco. Fue entonces cuando miré tu rostro. El más bonito que mis ojos vieran jamás. Habían pasado muchos años pero eras tú. Tus ojos grandes y profundos tu sonrisa dulce y picara.
Mis libros, esparcidos por el suelo, fueron recogidos por mis amigos que me miraban extrañados con una sonrisa en la cara.
Yo no acertaba a hablar ni a soltar tu mano, tan solo podía mirar tus ojos mientras cientos de recuerdos y sentimientos inundaban mi mente como inundaría un valle un pantano desbordado.
La gente desapareció y las paredes del angosto pasillo se alejaron hasta el infinito. Una deslumbrante luz blanca lo iluminaba todo. Tardé un rato en darme cuenta que la luz emanaba de nosotros, de nuestras manos unidas.
La sensación duró sólo unos instantes, de repente volvía a estar en el ahora oscuro y atestado pasillo. La gente prácticamente había perdido el interés, aunque mis amigos seguían riéndose sin mucho disimulo.

-No les hagas caso, son unos idiotas.- Tu voz seguía siendo musical aunque algo menos infantil. Sonaba como campanas de plata a mis oídos.
-yo...tu...eh...te fuiste.- Me veía idiota pero no fui capaz de articular más palabras.
Nos fuimos a vivir a Alemania, trasladaron a mi padre. No pude hacer nada. Todos estos años yo..... pero he vuelto.
-Per.. es fantás... - A todo eso hay que aclarar que eso ocurrió cuando yo tenía catorce años con la hormonas alborotadas; y las risas de mis colegas y miradas de los demás compañeros tampoco ayudaron mucho. Solté mi mano, que al instante comenzó a picarme. -...quiero decir que qué bien que estés por aquí ¿no?

Me dirigí a clase y me senté en el sitio de siempre, junto a mis amigos. No quería mirar pero aún así no pude evitar verte entrar en clase, con una expresión de infinita tristeza en los ojos. Yo quería levantarme y abrazarte, y sentarme junto a ti. Pero no lo hice, simplemente me quedé allí abriendo y cerrando la mano que me picaba como muda súplica por apretar la tuya. Me habías hecho mucho daño, había llorado tu ausencia durante tantas noches... Y ahora estabas allí, como si no hubiera pasado nada.

Quise odiarte pero no pude. Tantas veces había imaginado que me cruzaba contigo y te ignoraba. Tan fácil era en mi imaginación. Pero ahora estabas allí y seguías siendo el centro de mi universo. Intentaba atender en clase, pero sólo tú ocupabas mi vista, mi oído. Mis pensamientos. Tan cerca, tan lejos. Quería abrazarte, besarte, decirte que te quería, que no te volvieras a separar nunca de mi. Pero no podía, algo me lo impedía. Algo que me había ayudado a olvidarte. Algo que me decía que no, que dolería de nuevo.

Mi mano gritaba silenciosa, impotente, cada vez que pasaba cerca de ti y miraba hacia otro lado. Añoraba apretar la tuya. Y tu también mirabas las mías, siempre en los bolsillos cuando pasaba junto a ti.
Al principio intentaste acercarte a mi, mas yo te rechacé una y otra vez. Poco a poco dejaste de intentarlo hasta que dejamos incluso de hablarnos.
Mi mente gritaba en silencio tu nombre cada día, cada hora, pero si tu alguna vez mirabas hacia atrás nunca llegabas a verme mirándote. Yo sabía que no me habías hecho nada pero era tan cabezón que no me escuchaba ni tan siquiera a mi mismo. Oh cielos¡ añoraba tanto sentir tu mano sobre la mía.

Lo que realmente me asustaba no era el miedo a volver a perderte. Ya lo había vivido una vez y no fue tan doloroso. Tampoco me asustaba que fueras más alta que yo a pesar de tener un año menos. Ni siquiera me asustaban esos hipnotizadores ojos castaños, que parecían saber siempre lo que estaba pensando, o sintiendo.
Lo que me asustaba, lo que realmente me asustaba aunque lo escondiera detrás de ridículas escusas, era lo que había sentido al tocar tus dedos. Esa sensación. Tan conocida, tan distinta. Igual de potente pero con una intensidad infinitamente mayor. Había vuelto pero era diferente, no digo que no fuese igual de pura, seguro que si, solo que era un amor diferente. Un poder que me envolvió, que recorrió cada centímetro de mi cuerpo, explorándolo, llenando cada molécula de mi ser. Algo que casi quemaba.
Si, era amor, pero a diferencia del amor puro y fraternal con el que se quieren dos niños pequeños, este era viejo, era muy viejo y sabio, pero sobre todo era poderoso. Y peligroso.
Yo había crecido, tu habías crecido, pero el recuerdo de nuestro amor había permanecido aletargado en mi subconsciente, en su estado puro. Amor de niño. Sin connotaciones sexuales, hormonales ni racionales. Yo ya no recordaba que estaba ahí, dormido, pero al volver a rozarse nuestros dedos ese amor, como si una mariposa de su capullo, volvía transformado en algo totalmente diferente, algo que me asustó.
Tan sólo era un niño, que sabía yo de fuerzas tales como el amor o el destino.
Siempre fuiste mas sabia que yo.
Justo antes de cumplir los quince años, mientras Japón firmaba su rendición a bordo del acorazado “Missouri” y Franco decretaba el indulto de los condenados a muerte por apoyar a la República en la Guerra Civil, yo te perdía por segunda vez. 

Recuerdo cuando empezaste a salir con ese chico de secundaria. - No me importa con quien salga – había dicho a mi amigo cuando me lo contó. Y realmente pensaba que me daba igual, pero entonces te vi salir con él cogido de la mano y fue como si algo se rompiera dentro de mi. Quise gritar, llamarte, correr a tu lado. Pero lo único que hice fue quedarme mirando como te alejabas.
Ese día conocí otra sensación nueva: Los celos. Recuerdo que fue una experiencia muy extraña, como si te odiara por estar con otro pero al mismo tiempo te quisiese más que nunca.

No podía evitar observaros siempre que estabais al alcance de mi vista. Por supuesto sin que nadie se diera cuenta, incluidos vosotros. Gracias a eso pude darme cuenta de lo que ocurrió aquella tarde.
Recuerdo que era verano. La feria había venido a la ciudad. Por todas partes había comerciantes anunciando a gritos sus productos y atracciones. Había casetas de todos los colores y tamaños, desde pequeñas tiendas de lona con videntes o magos hasta enormes carpas donde podías entrar y ver un espectáculo.
Cientos de personas de todas las edades paseaban en medio de enormes gigantes y horribles cabezudos, que perseguían a las chicas y a los niños jóvenes para asustarles. Yo y mis amigos mirábamos a todos lados con los ojos muy abiertos. Enfundados en pana, gorra incluida, hacíamos cola para subir a la enorme noria que se elevaba majestuosa muy por encima de las demás atracciones mientras fumábamos un pitillo que nos íbamos pasando de unos a otros.
Si, era una noria impresionante, como una casa de diez plantas. Y cuando estabas arriba te sentías el rey del mundo, podías ver el pueblo y varios de los de alrededor. La gente allá abajo se veían como hormiguitas.
Y entonces te vi, tan sólo un puntito de color naranja pero supe que eras tú. A medida que iban desalojando las jaulas íbamos acercándonos al suelo y tu ibas haciéndote más y más nítida. Estabais junto al bar ambulante. Al guaperas de instituto parecía que le costaba mantener el equilibrio y tu estabas de espaldas a él y visiblemente enfadada. El chico moreno te abrazó y empezó a manosearte, y tu, sorprendida te desembarazaste de sus garras y empezaste a gritarle que no volviese a hacer eso en la vida. La noria bajaba muy lentamente, tan sólo tres jaulas faltaban para llegar abajo.
Recuerdo la impotencia de no poder hacer nada colgado a diez metros del suelo mientras veía cómo tus brazos eran presa de los del bruto que te acercaba a sus fauces abiertas exigiéndote un beso y , seguramente, expeliendo sobre tu bello rostro su asqueroso aliento de borracho.
En cuanto pude saltar de la pequeña barca corrí hacia vosotros. La gente parecía no escuchar tus peticiones de auxilio pues nadie paraba a socorrerte.
Me abalancé sobre él con la furia del caballero que ve a su dama en apuros. Y quisiera decir que di una lección al villano y le enseñé modales, pero la verdad es que apenas llegué a rozarle. Tras un par de hábiles y fuertes puñetazos caí al suelo como un pelele.
No se cuánto tiempo pasó hasta que volví a recuperar el sentido, decenas de curiosos se agolpaban a mi alrededor entre asustados y divertidos. Todo me daba vueltas, levanté una mano para que alguien me ayudase a levantarme pero nadie parecía advertirlo. Todavía veía borroso cuando una sombra se agachó sobre mí y, cogiéndome la mano, ayudó a izarme. Nada más notar el contacto de tu piel supe seguro que eras tú.

-No le hagas caso. Es un imbécil

Me miraste a los ojos y sonreíste. De repente las luces de la feria brillaron como soles y los gritos de los feriantes volvieronse el canto de los ángeles. Ya no me importaba haber hecho el ridículo, ni que algunos jóvenes de la comarca siguieran riéndose de mi. Incluso me daba igual que mi agresor hubiera huido antes de que llegara la policía. De hecho le estaba muy agradecido porque gracias a él volvía a tener tu mano entre las mías.
Ese día, contigo al otro lado de mi mano y los últimos rayos de sol pintando un toque rojo ambarino en las altas nubes, nos juramos amor eterno y sellamos el pacto con un beso. Algunas personas mayores nos miraron con desaprobación, dos jóvenes besándose en medio de la feria, pero yo ese día supe lo que era volar. Las manos me sudaban, el corazón me martilleaba como un loco. La gente, la feria, todo desapareció y tan solo oía el sonido de tu corazón y el mío palpitando al unisono 
Ese fue mi primer beso y fue exactamente como lo había imaginado. Tus manos quemaban en las mías pero no las solté sino que las apreté contra mi pecho. Y allí seguimos, besándonos, enmarcados por los últimos rayos de luz de aquella tarde de Agosto que pintaron las nubes de violeta para nosotros.
Y por supuesto nada se volvió a saber de aquel enorme chico de secundaria al que una chica le pegó una paliza en la feria ante un chico desmayado y un montón de boquiabiertos testigos.

Recuerdo aquella noche mágica.
Habían pasado cinco años desde aquella lejana tarde de Agosto. Cinco años duros para el país. Habíamos tenido que dejar nuestros estudios, siendo ambos hijos únicos no tuvimos más remedio que ayudar económicamente en nuestras casas. Cinco años en los que nuestro amor no dejó de crecer ni un segundo.
Aquella tarde recuerdo que lucía un sol espléndido, hacía mucho tiempo que no habíamos tenido tiempo para nosotros y disfrutábamos felices de un bonito día de picnic. Tumbada sobre el viejo mantel con esas enormes gafas parecías una diosa. Estabas..estabas... a ver...si estabas exactamente igual que ahora, estabas preciosa.
Hubiera querido detener el tiempo y pasar toda la eternidad allí contigo, mirándote, oyendo el sonido inocente de tu risa, que a mis oídos sonaba como si de las doradas campanas de los ángeles se tratara.
Entonces el mundo se volvió del revés.
De repente una enorme nube gris llenó el cielo. Apenas habíamos recogido las cosas en la cesta cuando una gruesa cortina de lluvia comenzó a caer sobre nosotros. Corrimos chapoteando por el camino mientras la tormenta descargaba furiosos rayos que iluminaban la negra tarde. Parecía que el mismo cielo se estaba rompiendo sobre nuestras cabezas.
Un rayo cayó más cerca que los demás y tú, asustada, te abrazaste a mi. Estabas empapada. Entonces vi el pequeño refugio de piedra un poco más arriba, junto a la ladera. Era poco más que un cobertizo pero parecía robusto. Abrazados corrimos ladera arriba mientras el invierno azotaba nuestros rostros con su látigo de lluvia y gruesas piedras de granizo comenzaban a caer a nuestro alrededor.

Casi puedo oler el humo de ese fuego crepitando en aquella pequeña chimenea que enseguida caldeó el pequeño refugio. La tormenta había arreciado, el fuerte viento arrastraba el granizo que se estrellaba con fuerza contra la robusta puerta. Podíamos oírlo golpeando rítmicamente el techo de pizarra.
Habíamos encontrado un par de mantas viejas pero limpias y, tapados con ellas, mirábamos en silencio el fuego mientras nuestras ropas se secaban junto a la chimenea.
Temblaba como un pollo, intentaba que no se me notase pero siempre fuiste más lista que yo. Tú me miraste sonriente y te acercaste a mi. Y allí nos quedamos unos minutos, abrazados, mirando el fuego.
Tu piel me ardía en el costado. De repente ya no tenía nada de frío, sin embargo seguía temblando. Tenía el brazo agarrotado y me dolía horrores pero por nada del mundo pensaba dejar de notar el cálido tacto de tu espalda, el suave roce de tu pelo.
Entonces, mientras luchaba contra mis hormonas adolescentes que parecían muy revolucionadas, sobre todo por la zona genital al mismo tiempo que intensos calambres me recorrían desde el codo hasta la base del cuello, tú simplemente cogiste mi cara entre tus manos y me besaste.
El viento silbaba furioso empujando pequeños copos de nieve que giraban y bailaban a su voluntad hasta que los iba depositando aquí y allá, e iba pintando el paisaje poco a poco con trazos del blanco más puro. Al otro lado de las gruesas paredes de pizarra del refugio dos cuerpos desnudos se besaban sobre dos mantas raídas por el tiempo. El padre fuego, único testigo, nos ofrecía su calor como muda bendición.
Y allí, bajo un blanco manto de nieve, a la púrpura luz del fuego, nuestros cuerpos fueron uno. Allí, en medio de la naturaleza más pura, como hicieron nuestros antepasados hace miles de años nos entregamos el uno al otro. Y al unir nuestros cuerpos nuestras almas se fundieron en un único ente poderoso y ambos notamos algo que entonces no mencionamos pero que desde entonces siempre hemos sabido. Si, ellas ya se conocían, tan sólo se saludaron como viejos amigos que llevan toda la eternidad reencontrándose.
La naturaleza misma gritaba exultante con impresionantes truenos que iluminaban aquella oscura noche cargada de magia.
Bailamos la danza del amor en aquella larga y negra noche del solsticio de invierno, bajo el beneplácito de la madre tierra que, radiante en su crudeza, exhibía sus poderes. Y por un momento nuestras almas se unieron a esa inmensa red invisible que conecta a todos los seres vivos del planeta y fuimos uno con el aire y nos amamos balanceándonos en las furiosas ráfagas del invierno. Y fuimos copos de nieve y nos deslizamos el uno junto al otro, bailando y girando sin dejar de abrazarnos. Y fuimos el poderoso rayo cuando nuestra pasión desbordaba. Y gritamos con la tormenta cuando esta descargó un estallido final. Un enorme rayo cayó con un gran estruendo en algún lugar cercano.
Después de eso el silencio total. Sólo dos cuerpos abrazados durmiendo al calor de los rescoldos. Afuera los últimos copos se posaban perezosamente a descansar.

Un despejado cielo de un color azul intenso fue lo primero que vimos cuando abrimos la pequeña puerta de roble. La noche había transformado el paisaje verde de la tarde anterior en otro totalmente diferente. Un grueso manto blanco lo cubría todo. Recuerdo que saliste y me abrazaste. Entonces yo te miré, tenías la punta de la nariz colorada y sonreíste. Una pequeña nubecilla de vapor condensado salió de tus labios al suspirar por lo que te apreté con fuerza contra mi.
Y así nos quedamos, abrazados, mirando la nieve brillar bajo los rayos del incipiente y perezoso sol.
Me pediste que te prometiera muchos amaneceres y yo, que te hubiera ofrecido la luna de haber estado en mis manos, te juré cada uno de los amaneceres que viviera en esta u otras vidas.
Y aquí levanté nuestro hogar. Justo en ese mismo lugar. Con un enorme porche para que pudiéramos disfrutar cientos de amaneceres juntos. Y aquí hemos vivido muchos momentos felices e inolvidables. Aquí hemos visto nacer y crecer a nuestros hijos, hemos sufrido sus enfermedades, nos hemos emocionado con sus miedos e inquietudes. Hemos luchado por ayudarles a labrarse un futuro.
Hoy miro hacia atrás y no encuentro ni un sólo momento feliz de toda mi vida en el que tú no hayas estado presente. Jamás me dio miedo caer pues siempre estuviste cerca para ayudar a levantarme.
Y ahora, aquí sentado frente a ti, con las primeras luces del alba iluminando tus ojos dormidos, no puedo evitar amarte con la misma fuerza si no más de aquel chiquillo del colegio. Y doy gracias a la vida por haberme permitido pasarla a tu lado haciendo de la mía algo maravilloso.

Y si te cuento esto es porque esta madrugada, al mirarte, me apeteció escribirte el cuento de amor más bonito que pudiera imaginar. Y no puedo imaginar historia de amor más bonita que la nuestra.



CIERTO DÍA

Cierto día fui de excursión al país de los sentimientos, fue una experiencia bastante extraña, pues hasta ahora no había salido de mi ciudad. 

Nada más bajar del autobús me encontré un cruce de caminos, en el centro había un poste con dos carteles, cada uno apuntaba hacia un camino. Cuando estaba lo suficientemente cerca pude leer lo que ponía. En uno decía “Hacia los buenos sentimientos”, en el otro en cambio ponía en unas letras feas y deformes “Hacia los malos sentimientos”, por supuesto cogí el camino que iba hacia los buenos sentimientos.

Al poco de caminar hallé un poblado. No tenía nada de especial, casas de piedra pintadas de vivos colores y tejados de pizarra, además parecía desierto. Pero nada más lejos de la verdad, en cuanto entré en el entramado de calles descubrí cientos de personas que, con una expresión de absoluta felicidad, se entregaban a las más diversas actividades. 

La primera calle que encontré a mi derecha era la calle de la risa, decenas de personas reían sin parar provocándome esa risa tonta de cuando no sabes de que se ríen pero te contagias sin querer. Pero nada más entrar comprendí de qué se reían, no se reían de nada, simplemente no podías parar de reír mientras estuvieras dentro de esa calle. El alcalde de la calle, entre carcajadas pudo explicarme lo felices que eran riendo siempre y que estarían encantados de que me quedara con ellos. Era una calle muy divertida, pero después de un rato de reír a gusto me di cuenta de que no era eso realmente lo que yo buscaba así que volví a la calle principal. Antes de salir el alcalde, como pudo entre risa y risa, me explicó que si seguía hacia adelante ya no podría jamás volver a la calle de la eterna risa. 

Aun así seguí mi camino.

Un poco más adelante estaba la calle de la amistad. Todo el mundo era feliz porque nadie había enemistado con nadie. Nada más entrar en ella, el alcalde de la calle me dio la bienvenida y me dijo que estarían encantados de que me quedara con ellos, incluso tenían reservado un pequeño apartamento al final de la calle del cual el alcalde me ofrecía amablemente las llaves. Estuve ciertamente tentado de quedarme allí, la verdad, pero tanta felicidad y tanta armonía me resultaba algo empalagosa, así que compartí una inolvidable cena con todos ellos en una enorme
mesa que ocupaba toda la calle que montaron en mi honor y decidí seguir explorando tan bella  

ciudad. 

Antes de salir el alcalde me dijo que me lo pensara bien, pero que si seguía adelante ya jamás podría volver a la calle de la amistad. 

Yo, haciendo caso omiso de sus palabras, seguí adelante.

A pocos metros a mi izquierda partía otra enorme calle de la que salía una extraña y agradable música, decidí investigar. Nada más entrar una envolvente y celestial tonada surgió de todas partes transportándome de golpe a una especie de limbo en el que parecían sonar a la vez todas las melodías habidas y por haber, uniéndose todas en un eterno y mágico adagio en el que miles de personas danzaban extasiados dando rienda suelta a la magia del baile. Haces de luces se alzaban al cielo de la energía que desprendíamos (yo mismo advertí que expelía tales destellos) Era todo fantástico, hicieron un baile en mi honor y bebimos, bailamos y reímos sin parar, pero algo me dijo que este no era mi sitio así que, haciendo caso omiso de las advertencias de todos de que no podría volver regresé de nuevo a la calle principal. 

El final del pueblo no estaba muy lejos y todavía no había encontrado un lugar donde quedarme.

Unos metros adelante y a la derecha estaba la calle de las riquezas. Todo el mundo se paseaba con toda clase de joyas y atavíos de la más alta calidad. La acera era de mármol rosa, y las paredes estaban pintadas con polvo de diamante. Las farolas eran de oro macizo y la gente caminaba feliz por las calles pues nadie ansiaba nada de nadie, todos tenían de todo. Ni siquiera entré en esa calle, sabía que no era eso lo que buscaba. Entonces ¿Qué era?. 

Las grandes puertas que indicaban el final del poblado estaban cada vez más cerca.

Según iba caminando por la calle principal todo lo que había detrás de mí se desvanecía en un vacío imposible de mirar mucho rato. Mirar atrás era, no se como explicarlo, no era como cerrar los ojos y verlo todo negro, ni un blanco infinito, era simplemente ver “nada”. Solo me restaba seguir hacia adelante, siempre hacia adelante.


No tuve que andar demasiado cuando encontré una calle estrecha que partía hacia la 
izquierda, eché un vistazo al frente, tan sólo una calle más. Decidí entrar en el angosto callejón a investigar. Cuál fue mi sorpresa cuando, andados unos metros, la calle se expandía de repente hasta convertirse en un paisaje que se extendía hasta el infinito lleno de vegetación donde miles de animales de todas las razas, tamaños y eras de nuestro mundo cohabitan pacíficamente con los humanos en una armonía imposible de explicar con palabras. Una corte de animales y humanos se acercaron a recibirme y en cuanto entré en contacto con ellos sentí una enorme fuerza comunal que me saludaba mentalmente. En esta calle no había alcalde, todos eran uno, unidos por esa invisible red de energía que antaño unía a todos los seres vivos de la tierra y que ahora se ha perdido para siempre en nuestro mundo. Pero aquí perduraba, y podía sentirme parte de ese todo. Fui el viento y me acaricié a mi mismo pues yo era también las hojas de los arboles. Y fui el mar y sentí mi tacto pues yo era también cientos de seres a los que bañaba y daba vida. 
Muy tentado estuve de quedarme en esta calle, pero una pequeña parte de mi insistía en que realmente no era eso lo que había venido a buscar. Pese a la tristeza de todo y de todos que sentí cuando abandonaba ese paraíso y volvía al oscuro callejón regresé de nuevo a la calle principal y decidí probar suerte en la última bocacalle.

Nada más asomarme a la atestada última avenida una sensual y cadenciosa música envolvió mis oídos. Cientos, si no miles de personas, todas ellas superatractivas retozaban a sus anchas unas con otras en una inmensa y comunal orgía eterna. Yo mismo observé que había adelgazado y mis hombros eran bastante más anchos, y mi figura más estilizada. No había ningún espejo pero estaba seguro que mi vulgar rostro se había transformado en otra de las miles de hermosas y sonrientes caras que llenaban ésta mi última oportunidad de ser feliz

No negaré que llegué a sumergirme en dicho entramado de carne, ni negaré que disfruté del placer de diez, cien, diez mil mujeres, no sabría decirte. Pero dentro de mí sabía que no era eso lo que yo realmente quería. Como pude avancé entre el, ahora agobiante, tumulto de cuerpos enredados hasta que logré alcanzar por fin el enorme arco que daba acceso a la calle principal. La gente, en un ultimo intento por que no hiciera lo que para ellos era impensable, agarraba mis brazos y mis piernas y me gritaban que no fuera tonto, que más adelante ya no había nada, se acababa el poblado. Pero en un ultimo esfuerzo sobrehumano logré zafarme de mis aprehensores y salí de nuevo a la calle principal del poblado, topándome de bruces con la enorme puerta de negra madera que indicaba la salida del poblado. 

No quise mirar atrás, pues sabía que incluso esta última bocacalle ya habría desaparecido engullida por la voraz nada que me perseguía. Me negaba a creer que me había equivocado. Había despreciado toda clase de placeres en pos de un posible sueño vano. Aun así seguí hacia adelante, siempre hacia adelante. Empujado por esa fuerza que me había guiado y aconsejado todo el camino. Cerré los ojos y atravesé la puerta.

Al otro lado estabas tú.


 Roberto Robainas


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