“Nada es
lo que parece”
Ricardo
Raúl Lampugnani
De
Rosario, Argentina
AEROPUERTO
FANTASMA
Maldije
las malas conexiones de los puentes aéreos. Ésta me obligaba a seis horas de
espera entre vuelo y vuelo. Para colmo no podía sustraerme a la sensación de
que no se trataba de un viaje más; todas las circunstancias me habían empujado
hasta allí.
No quise
alejarme demasiado del bar porque desde que había salido de casa tenía
muchísima sed. Me bebí una cerveza y me fui a sentar en una de las salas de
espera que estaba casi desierta. Saqué el billete del bolso de mano y me dije
que debía buscar la puerta 545. Pero tenía mucho tiempo por delante. Fui por
otra cerveza porque la sed no cedía, volví a sentarme y la bebí lentamente. Me
quedé dormido y soñé que era la hora de embarcar y yo todavía no había hallado
la bendita puerta 545 y daba vueltas por el aeropuerto mientras miraba
incesantemente mi tarjeta de embarque. Entonces me desperté y decidí ubicarla
para quedarme tranquilo.
De la
Terminal B pasé a la A, aun más vacía y en penumbras. Cuando llegué a la A13
encontré un Punto de Información en el que dos jóvenes conversaban
animadamente. Quise preguntarles, pero ni me miraron; carraspeé y pasaron
olímpicamente de mí, como si no existiese. Me quedé de pie en medio del pasillo
y una jovencita que venía apurada arrastrando una maleta con ruedas casi me
atropella. Debí de hacer una pirueta de circo para esquivarla primero a ella y
luego a la maleta.
-¿Están
todos gilipollas? -pregunté en voz baja.
A los
pocos metros me topé con la tripulación de un vuelo coreano o japonés. Las
azafatas iban vestidas de seda color verde agua y llevaban palillos en sus
cabezas sosteniendo un recogido. Una de ellas me hizo morritos y ello me quitó
el enfado del casi atropello anterior. Al llegar junto a mí se detuvo un
instante y yo pensé “me habrá confundido con otra persona”, pero no,
simplemente me miró, se arregló el cabello y siguió caminando. Yo giré la
cabeza y descubrí a mis espaldas un cristal polarizado que oficiaba de espejo.
Miré hacia las pistas y vi como un avión de Air Comet y otro de Aerolíneas
Argentinas engullían equipajes por sus panzas abiertas.
-Aquí
hay algo que no va bien –me dije. Tuve la sensación de estar viendo una
película y que todo aquello no era real sino un telón sobre el que se
proyectaban las imágenes. Hacía frío, tenía sed y me ardía la cara. Supuse que
comer algo caliente y beberme otra cerveza me ayudarían. Al entrar al
autoservicio, vi una ternera estofada que olía de maravilla. Me detuve frente
al mostrador pero por más que permanecí un largo rato esperando, nadie vino a servírmela.
Ya bastante disgustado por la mala atención, cogí un bocadillo de pernil, una
lata de cerveza y fui a la caja dispuesto a quejarme. La dependienta hizo un
gesto de sorpresa y abandonó su puesto sin cobrarme. Por supuesto me fui sin
pagar y me senté a comer frente a un muchacho moreno, de aspecto sudamericano
que leía un periódico con suma atención. Con el rabillo del ojo leí el
encabezado: “Aeropuerto Fantasma…” y pegué un brinco. El chico no se inmutó por
más que casi se me cae la cerveza pero la señora de la derecha me observó con
curiosidad, luego se rió discretamente, miró en todas direcciones como si
buscara una cámara oculta y fue a sentarse en otra mesa. En aquel momento yo ya
estaba muy incómodo y empecé a pensar tonterías ¿y si en mi deambular había
entrado donde no debía? ¿Si aquella era otra dimensión y la gente que veía eran
fantasmas que habitaban un aeropuerto paralelo? Le encontré una cierta
consistencia a una idea tan extraña. Eso explicaría por qué veía a las personas
como aplanadas y sus siluetas llevaban como una especie de bisel de cristal en
el cual la luz divergía descompuesta en su escala de colores. Hasta aquel
momento yo había atribuido todos aquellos fenómenos al cansancio, a las horas
de espera y al sueño atrasado.
Me levanté
y fui a los aseos, oriné las dos primeras cervezas que me había bebido, me lavé
las manos y las sequé con el secador de pared. Tuve mucho cuidado de comprobar
que el agua fuese real y el calor del aire también. Tres o cuatro hombres
salieron presurosos de los retretes al escuchar el último llamado para un vuelo
a Lima, Perú, al tiempo que dos guardias civiles y un empleado de AENA entraban
a revisar los servicios. Los vi reflejarse en el espejo, los vi a los tres pero
no me vi a mí… Sentí vértigo y terror y salí presuroso hacia donde me había
quedado dormido. Recorrí los pasillos como una exhalación y allí estaba yo o
mejor dicho la otra parte de mí. Me rodeaba un grupo de paramédicos y varios
policías. El forense certificaba la hora de mi muerte: las 5:45 a.m
Ricardo
Raúl Lampugnani
Gracias María José por el impresionante trabajo que te tomas en publicarnos. Un abrazo. Ricardo
ResponderEliminarCuantas veces me han parecido los aeropuertos fantasmas, cuantas veces me despistaba y me sigo despistando en las puertas. Que descanso cuando te sientas frente a ella para oir la palabra, " pueden embarcar".
ResponderEliminarBesos de colores. Amparo
Carpe diem
Un placer Ricardo, siempre es poco lo que uno pueda hacer, un abrazo
ResponderEliminarEste cuento lo leí en El Recreo, Ricardo. Me gustó antes y me gusta ahora. El hombre estaba muerto y seguía pensando en él como si fuese un mortal cualquiera. El final es escalofriante, pues a lo largo de cuento no se espera que suceda, ¡más parece que es un sueño!
ResponderEliminarUn abrazo,
Blanca
PD. Muchas gracias por tus palabras en FB. De veras, te las agradezco, sé que sabes de qué hablas.