lunes, 1 de diciembre de 2014

MATÍAS BORDÓN


De, El Dorado, Misiones, Argentina


LOS AMANTES
(Cuento)

Otra tarde de mayo de esas que siempre le gustaron. Tal vez por la melancolía de la garúa tímida que se desvanece al querer tocarla y se hace tan sólida en su lejana bruma azul, o porque solo los más valientes, o los más enamorados se atreven a permanecer a la intemperie. Otra tarde de mayo donde el humo es más espeso y más lento, el verde es más verde y el gris es más gris.

Guardó en su bolsillo la fina y brillante joya metálica con la que la recibiría. Sabía que le iba a gustar. Bajó los tres escalones de ladrillos mohosos mientras acariciaba una rama húmeda del jazmín junto al portón. Tomó rumbo al oeste, hacia el viejo mirador del río donde tantos versos se sentó a escribir. Era su lugar favorito y decidió que allí se encontrarían. Caminó sorteando de memoria las traicioneras baldosas de la vereda. El barrio estaba tranquilo. Era domingo y, con ese fresco y esa humedad, pocos se aventuraban hacia afuera. Don Cicero o Don “Chicho”, como le decían en el barrio, lo saludó de pasada levantando el mate y agachando la cabeza desde el corredor de su casa. Ese viejo tano, compañero de mates, lo deleitaba con sus anécdotas de joven inmigrante y su sencilla sabiduría cotidiana.

Mientras caminaba, sus pupilas se perdían en la inmensidad de la nada. Si uno miraba de cerca podía ver en ellas las imágenes que pasaban por su mente. Pensaba en ella, le era imposible pensar en otra cosa. Y pensaba en todo… no podía pensar en otra cosa. La conocía, mas no la sabía. La había visto muchas veces desde lejos. Una vez, muy de cerca. Sabía que se sentía cómoda en el mar, bajo la luna. Escuchó muchas historias acerca de ella en las montañas y en la inmensa selva. Todas diferentes, todas parecidas. Sabía que era una amante celosa, de esas que una vez que te toman es imposible zafarse. Y que jamás estaba dos veces con el mismo hombre. Dicen que recorrió cada rincón del mundo y que conoce muchísimas cosas. Él era un buscador de conocimientos y eso lo embelesaba.

Estaba nervioso. No podía dar un paso en falso en este encuentro. Aunque sabía que no iba a rechazarlo. Ansiaba sus labios, y les temía. “Su beso siempre es el último” le habían dicho alguna vez.

A los pocos metros, entre la bruma, comenzaba a dibujarse la tenue arboleda del mirador. Un trillo de baldosas rajadas llevaba directamente a un escueto banco de madera debajo de un gran jacarandá. Allí se sentó lentamente sin despegar los ojos del río, como en una solemne ceremonia. El silencio solo era interrumpido por las gotas que se escurrían entre las hojas de los árboles buscando la tierra. Tras las nubes grises se adivinaba el crepúsculo, que teñía de rosa el horizonte.

La vio acercarse lentamente. Se estremeció. Su impecable vestido negro dibujaba su figura tal como él la había soñado tantas veces. Era hermosa, un aura de misterio emanaba de su rostro y disparaba mil preguntas sin respuesta. Aún.

Mientras ella, en completo silencio, se sentaba a su lado; él metió su mano en el bolsillo para darle su presente. Miró directamente esos infinitos ojos negros. Sin despegar la mirada del río, sintió como, en una fina caricia, tiñó sus manos de escarlata. Los minutos pasaban y él se perdía más y más en esa charla silenciosa. Él preguntaba y ella respondía. Así; sobre ese banco, bajo ese árbol, frente a ese río, entre esa bruma; los amantes se dieron, por primera vez, su último beso. Nuevamente, el silencio solo era interrumpido por las gotas que buscaban la tierra.

Matías Bordón
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